lunes, 20 de agosto de 2012

RELATO: Reflejos en un planeta desierto

Como cada vez que inspeccionaba un nuevo emplazamiento, bajó con cuidado la escalerilla de la nave y abandonó a través de ella la escotilla que comunicaba con la nave recién aterrizada. Ya sobre el terreno observó cuidadosamente los aledaños de la zona en que había tomado tierra, inspeccionando hasta el más nimio detalle de cuanto le rodeaba. Una vez cerciorado de su seguridad, dio un leve salto y al descender se levantó a sus pies una nube de polvo milenario. Solo entonces echó a andar…

La emoción pionera de ser el primer ser humano en dar unos pasos sobre un planeta hollando su suelo virgen permanecía incontestable, pero los tiempos en los que eso suponía un verdadero hito quedaban bien atrás. El argumento que empujaba la exploración espacial actual era el del negocio, y por tanto radicaba en encontrar recursos de provecho. Agua para poder establecer una nueva colonia. Minerales lo suficientemente valiosos como para realizar la inversión en su extracción. Aun con todo a Calvin Christensen le gustaba pensar que alguna reminiscencia de aquellos precursores aún residía en él. No solo de los primeros astronautas, sino incluso también de los conquistadores del Nuevo Mundo hacía miles de años. Por qué no, de aquellos que desafiaron las advertencias de hic svnt dracones, el disuasorio aquí hay dragones de unas cartas de navegación incipientes dibujadas a mano sobre pergamino.
Ser explorador espacial era un trabajo menos heroico y vistoso de lo que lo había sido en el pasado, sin embargo seguía resultando igualmente peligroso. Un error técnico en la nave o en el traje y estabas muerto. Un alunizaje demasiado abrupto y estabas muerto. Una atmósfera corrosiva, una gravedad demasiado alta, una lectura errónea en los sensores de las sondas y estabas muerto. Un encuentro casual con cualquier alienígena poco amistoso y estabas muerto. Eran innumerables los accidentes que podían concluir con el funesto resultado. Por ello, Calvin era un hombre muy bien pagado. Dos o tres años de esta vida al límite habrían bastado para costearse un retiro holgado. Él ya llevaba seis; explorar se le daba bien, pero sobre todo ni sabía hacer otra cosa, ni sentía la necesidad de intentarlo. En cuanto llevaba un par de semanas fuera de su nave se sentía incómodo, echaba de menos la soledad del espacio y de más la compañía de la gente y la algarabía de las ciudades. Su sitio estaba con los dragones. Explorar era su pasado y su futuro. Y por supuesto, su presente.
SL61 había sido un planeta sistemáticamente ignorado por otros exploradores, pero a él le parecía un prometedor trozo de piedra árida en el espacio. A todas luces no resultaba apto para ningún tipo de vida concebible, ni se hallaba en su composición elemento alguno de interés. Sin embargo la composición de la atmósfera no parecía en exceso dañina y la gravedad era la mitad que la terrestre, hallándose dentro de los márgenes tolerables. La temperatura superficial era muy baja, pero suficiente para el trabajo mecanizado y aunque la inmensa mayoría de la superficie no era más que polvo de arena insignificante, Calvin el solitario, Calvin el minucioso, había descubierto un cráter de tan solo unos cientos de kilómetros al cual ningún otro había prestado atención y que, a pesar de todo, albergaba altas concentraciones de volframio según su sonda de prospección.
Ahora comprobaba sobre el terreno su aptitud para la extracción del metal, lo que implicaba necesariamente tener que pateárselo in situ. En apariencia no tenía porqué existir ningún problema. El cráter se hundía unos cuarenta kilómetros sobre el resto de la baldía superficie de SL61. Quizá lo hubiera producido el impacto de algún meteorito, pero el paso de los millones de años había limado su interior dejándolo tan llano que cualquier nave hubiera podido aterrizar sin problemas, desembarcando maquinaria minera que excavara el suelo. Calvin dio otro pequeño salto midiendo bien la gravedad reducida y al posarse sus botas dejaron las huellas marcadas en el suelo firme, levantando una pequeña cantidad de polvo muy fino. Tras un par de horas de paseo e inspección ya había llegado a una conclusión preliminar: sí, la región era explotable. Por otro lado, además de su más que probable interés monetario, también poseía una belleza indudable. Cruda y desértica, pero con la peculiar y sugerente atracción inherente a algunas naturalezas muertas. Contempló los lejanos bordes del cráter a su alrededor, una cordillera circular cinco veces más alta que el Everest. Una frontera imponente.
Entonces, mientras mantenía levantada la cabeza para otear en el horizonte, un destello captó su atención mucho más cerca, a tan solo unos cientos de metros. Un brillo metálico que no tenía razón de ser, pues allí tan solo había polvo y arena. Los dedos gordezuelos de los guantes de la escafandra espacial apenas cabían en el hueco del gatillo de la pistola de disrupción, motivo por el cual siempre prefería dejarla en la nave. Este detalle ahora le hacía sentir algo inseguro en su deambular por la superficie devastada. Devastada, pero con un brillo metálico. En principio tan solo se trataba de un reconocimiento somero, pero un arma en las manos siempre relaja cuando no sabes lo que te puedes encontrar, y allí nadie podía saberlo pues se trataba de un paraje totalmente inexplorado. En cualquier caso la pistola quedaba lejos, no estaba allí y él sí.

miércoles, 1 de agosto de 2012

RESEÑA: Solaris, de Stanislav Lem

Mucha gente, especialmente la más joven, es aficionada a las listas en las que se afirma categóricamente qué obras son las mejores del mundo mundial en un género, estilo, época, o incluso en toda la historia de la literatura (los hay muy atrevidos). Por mi parte, con los años he ido ubicando estas clasificaciones en su sitio, esto es, el de la opinión del clasificador, y restándole importancia a la relación hasta dejarla en el mejor de los casos en una sugerencia de lecturas más o menos útil según coincidieran mis gustos con los del creador, y cuando alguna vez he realizado alguna (porque soy mortal y yo también peco) la he considerado más como juego que otra cosa.

No obstante, a poco que echemos un vistazo a unas cuantas listas de “las mejores novelas de la historia de la ciencia ficción” de las muchas que hay, por diferentes que sean los listadores, en prácticamente todas encontraremos entre las primeras posiciones a Solaris, de Stanislav Lem, e incluso bien puede ser la novela que con mayor frecuencia se haga con el puesto de mayor honor. Ya he dicho que para mí la mejor de las listas alcanza el rango de sugerencia, pero oye, cuando todo el mundo que se supone que sabe de esto sugiere lo mismo, digo yo que será porque como mínimo es bueno. Pues con Solaris, va a ser que sí.


Lo primero que tengo que decir es que el estilo de Lem no resulta especialmente sencillo de leer. No en el sentido drogoalucinógeno de P. K. Dick, con el que a veces te alegras de pasar de párrafo y no vuelves atrás aunque no te haya quedado claro. En algunos momentos Lem puede resultar denso o enrevesado, para quienes no estemos acostumbrados a él (y me incluyo), pero esto es más debido a la profundidad de las ideas que trata de transmitir; dado el caso es mejor releer el párrafo con mayor atención, pues muy probablemente no solo nos esté contando un concepto en verdad interesante, sino que observándolo con interés se trate de un pasaje dotado de singular belleza. Solaris es el paradigma de este acontecimiento, pues está dotado de momentos no solo llenos de significado, sino que además tienen la capacidad de calar hondo en el lector y permanecer en su memoria, o al menos ése ha sido mi caso.

Solaris es un planeta girando en una órbita elipsoidal teóricamente imposible alrededor de dos soles, que tiene la particularidad de tener vida. En concreto una vida, la del colosal océano que ocupa la mayoría de su superficie. Durante más de cien años ha sido estudiado por investigadores que han ido intentando engrosar la ciencia solarística, que sin embargo se halla, siendo generosísimos, en pañales. Por tal ausencia de avances, con el paso de los años, ha ido perdiendo el interés de la comunidad científica.

A tan extraño planeta llega el psicólogo Chris Kelvin, para pronto descubrir la peculiar situación que está viviendo el exiguo grupo de investigadores desde que, sin permiso, bombardearon la superficie del océano vivo con rayos x en el enésimo intento de comunicarse con el mismo. A partir de entonces entraron en la vida de los científicos una serie de visitantes estrechamente ligados a la intimidad de los investigadores, a sus secretos más escondidos, a sus subconscientes.

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